Eclesiastes (gr., Ekklesiastes; heb., qoheleth, que probablemente significa el portavoz oficial de una asamblea). Tradicionalmente se le ha atribuido el libro a Salomón, debido a la inscripción (Eclesiastés 1:1) y varias alusiones a la sabiduría del autor (Eclesiastés 1:16), su interés en los proverbios (Eclesiastés 12:9; cf. 1 Reyes 4:32) y sus proyectos de construcción (2:4-11).
El libro presenta un panorama pesimista de la vida apartada de Dios. El escritor nos dice que los interminables ciclos de la naturaleza (Eclesiastés 1:2-11), la sabiduría (Eclesiastés 1:16-18; 2:12-17), el placer (Eclesiastés 2:1-8) y el trabajo (Eclesiastés 2:9-11; 2:18-23) carecen de sentido.
Hay un panorama positivo de la vida que surge del libro, al cual se le puede llamar una teología de contentamiento. A la luz de la falta de sustancia y significado en la vida, el Predicador anima a los lectores a disfrutar de la vida, porque es Dios quien nos da ese privilegio (Eclesiastés 2:24, 25). Esta satisfacción no le pertenece a toda la humanidad, porque el trabajo del pecador termina en futilidad (Eclesiastés 2:26). Sin embargo, el contentamiento piadoso no es el mayor bien de la humanidad. El Predicador nos recuerda que habrá un tiempo futuro en el cual Dios juzgará todas las cosas. Esta es la conclusión de su búsqueda del sentido de la vida (Eclesiastés 12:14).
Recuerda el consejo del apóstol Pablo ante la futilidad de la vida, porque como el Predicador, miraba más allá de la falta de sentido de la vida a su redención futura (Romanos 8:20; cf. vv. 22-25).
El Predicador nos anima a temer a Dios y a obedecerlo. Sólo cuando se toma en cuenta a Dios (Eclesiastés 12:1) y se observa su voluntad (12:13), la vida imparte propósito y satisfacción.
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