Aunque ande en valle de sombra de muerte,
no temeré mal alguno, porque tú estarás conmigo; tu vara y tu cayado me
infundirán aliento (Salmo 23:4)
Cuando yo era chico, tenía un juguete que era un
muñeco plástico inflable para darle puñetazos. Era casi tan alto como yo y
tenía un rostro sonriente. Mi desafío era pegarle con suficiente fuerza como
para que quedara tirado en el suelo. Pero, por más fuerte que le pegara,
siempre se levantaba. ¿El secreto? Tenía un peso de plomo en la parte inferior,
que lo mantenía de pie. Los veleros operan con el mismo principio. El peso del
plomo en la quilla proporciona el lastre que los mantiene equilibrados en medio
de vientos fuertes.
En la vida del creyente en Cristo, sucede lo mismo.
Nuestro poder para sobrevivir a los desafíos no reside en nosotros, sino en
Dios, que mora en nuestro interior. No estamos exentos de los golpes que la
vida pueda arrojarnos ni de las tormentas que, inevitablemente, amenazarán
nuestra estabilidad. Sin embargo, con plena confianza en el poder divino que
nos sustenta, podemos decir como Pablo: «estamos atribulados en todo, mas no
angustiados; en apuros, mas no desesperados; perseguidos, mas no desamparados;
derribados, pero no destruidos» (2 Corintios 4:8-9).
Únete a los muchos viajeros de la vida que, en medio
de océanos de dolor y sufrimiento, se aferran con confianza inconmovible a la
verdad de que la gracia de Dios es suficiente y a que, en nuestra debilidad, Él
se hace fuerte (12:9). Este será el estabilizador para nuestra alma.
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