Jehová, roca mía y castillo mío, y mi
libertador; Dios mío, fortaleza mía, en él confiaré; Mi escudo, y la fuerza de
mi salvación, mi alto refugio (Salmos 18:2)
Mi esposa y yo tenemos abuelas que han vivido más de
100 años. Al hablar con ellas y sus amigos ancianos, detecto una tendencia casi
generalizada en sus reminiscencias: recuerdan con un toque de nostalgia los
momentos difíciles. Hablan con agrado de situaciones complicadas, tales como el
baño fuera de la casa, y los años de estudio cuando comían sopa enlatada y pan
duro durante semanas.
Paradójicamente, los momentos difíciles pueden ayudar
a fortalecer la fe y los vínculos personales. Al ver este principio en la vida
real, entiendo mejor uno de los misterios de la relación con Dios: la fe se
reduce a una cuestión de confianza. Si estoy afirmado sobre una roca sólida de
confianza en Él (Salmo 18:2), las circunstancias adversas no destruirán esa
relación.
La fe cimentada en una roca sólida me permite creer
que, a pesar del caos que pueda vivir, el Señor sigue reinando. Al margen de lo
inepto que pueda sentirme, todo tiene que ver con que Dios me ama. Ningún dolor
dura para siempre, y, al final, no hay mal que triunfe.
Esa clase de fe considera que aun el suceso más oscuro
de la historia, la muerte del Hijo de Dios, fue un preludio necesario para la
hora más brillante: su resurrección y victoria sobre la muerte.
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