Estaban junto a la cruz de Jesús su madre, y la hermana de su madre,
María mujer de Cleofas, y María Magdalena. Cuando vio Jesús a su madre, y al
discípulo a quien él amaba... dijo a su madre: Mujer, he ahí tu hijo. Después
dijo al discípulo: He ahí tu madre. Y desde aquella hora el discípulo la
recibió en su casa. (Juan 19:25-27)
María, silenciosa y llena de amor, se hallaba cerca de la cruz donde
Jesús estaba crucificado. A pesar de sus sufrimientos, Jesús pensó en ella y le
dijo: “Mujer, he ahí tu hijo”. Luego la confió a Juan, “el discípulo a quien él
amaba”, y le dijo: “He ahí tu madre”. ¿Quién puede ayudar mejor a los demás
sino aquel que se ha dejado llenar del amor del Señor? ¡Qué escena de amor, en
contraste con el odio que rodea la cruz!
Esta tercera expresión subraya el amor, la fidelidad y la ternura de
Jesús. También es la palabra del Salvador. Jesús iba a dar su vida por los que creían,
y María formaba parte de ellos. Pronunció estas palabras antes de entrar en las
tres horas tenebrosas. ¡Incluso los lazos más estrechos que existen en la
tierra, como el de un hijo con su madre, iban a ser interrumpidos!
En su perfecta humanidad, solo
Jesús podía ofrecerse en sacrificio a Dios para la remisión de los pecados,
para cumplir la obra de salvación. ¡Era el único Salvador! Las palabras que
Cristo dijo a su madre y a su discípulo Juan antes de morir anuncian los lazos
de una familia, de un pueblo nuevo. Será un pueblo unido por la Palabra de
Dios, la presencia de su Espíritu y el consuelo de los hermanos y hermanas en
la fe. En la iglesia naciente, de la cual María formaría parte (Hechos 1:14),
hallaría compasión, consuelo... y gozo en el Cristo resucitado.
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