El sumo sacerdote, le dijo: ¿No respondes nada? ¿Qué testifican estos
contra ti? Mas Jesús callaba. Mateo 26:62-63
Durante los
diversos procesos que tuvo que enfrentar la noche que fue entregado, Jesús
guardó silencio. ¡Extraño silencio de aquel que rehusaba defenderse y responder
a los falsos testigos que lo acusaban! El sumo sacerdote se irritó: “Te conjuro
por el Dios viviente, que nos digas si eres tú el Cristo, el Hijo de Dios”.
Jesús respondió: “Tú lo has dicho” (Mateo 26:63-64). Se limitó a subrayar la
verdad. Y por ello fue condenado a muerte, por haber dicho que era el Hijo de
Dios.
Ante Pilato, el
gobernador romano, Jesús también calló. Esto sorprendió al jefe romano. Solo
tomó la palabra para declarar su identidad divina y afirmar que el objetivo de
su presencia en este mundo era dar testimonio a la verdad. Verdad que no se
quería reconocer, pero que en medio de esta injusticia, de todo ese mal, brilló
con una luz singular en su persona.
En Jesús, el
silencio era el lenguaje de la verdad. Había enseñado abiertamente en el
templo, y nadie lo había escuchado. Pero en los momentos previos a su suplicio,
Jesús guardó silencio.
¿Cómo comprender
ese sorprendente cambio? ¡Su silencio era una perfecta expresión de su
obediencia a Dios! Jesús no evadió ese camino, sino que fue por él hasta el
suplicio de la cruz. Incomprendido, rechazado, humillado, en una total soledad,
bajo la mirada de Dios, caminó hasta la muerte. Jesús caminó voluntariamente
hacia ese objetivo. Su silencio nos habla de todo ello.
En Jesús, el silencio
también es el lenguaje del amor; un amor más fuerte que la muerte, profundo,
para Dios y para nosotros.
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