Angustiado él, y
afligido, no abrió su boca; como cordero fue llevado al matadero; y como oveja
delante de sus trasquiladores, enmudeció, y no abrió su boca. Isaías 53:7
En el juicio de
Jesús, los que conocían los textos sagrados, como los jefes religiosos
responsables de su muerte, deberían haber recordado la profecía relacionada con
el Servidor de Dios, mencionada en el versículo de hoy.
El escritor del
salmo también declara: “Mas yo, como si fuera sordo, no oigo; y soy
como mudo que no abre la boca. Soy, pues, como un hombre que no oye, y en cuya
boca no hay reprensiones” (Salmo 38:13-14). “Enmudecí, no abrí mi boca, porque
tú lo hiciste” (Salmo 39:9). Estos versículos proféticos anuncian lo
que tendría que soportar el Salvador que Dios iba a dar a los hombres.
En la tarde del día
de su resurrección, el Señor Jesús se juntó en el camino a dos de sus
discípulos. Ellos platicaban acerca de los últimos acontecimientos. Jesús tuvo
que decirles: “¡Oh insensatos, y tardos de corazón para creer todo lo que los
profetas han dicho!” (Lucas 24:25). Todo lo que los profetas del
Antiguo Testamento habían escrito sobre Jesús, el Hijo del Hombre, tenía que
cumplirse (Lucas 18:31). “¿No era necesario que el Cristo padeciera estas cosas,
y que entrara en su gloria?” (Lucas 24:26).
Cuando Felipe se
acercó al intendente de la reina de Etiopía, este leía el texto del profeta
Isaías concerniente al silencio de Jesús. Felipe le explicó que el profeta
había dicho esto sobre Jesús (Hechos 8:32-35). La lectura de
dicho pasaje originó la conversión y el bautismo del etíope.
Ese silencio de
Jesús es un silencio elocuente, que aún hoy quiere hablar al lector y llevarlo
por el camino de la verdad y del gozo en Dios.
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