Cristo padeció por
nosotros, dejándonos ejemplo, para que sigáis sus pisadas; el cual no hizo
pecado, ni se halló engaño en su boca... quien llevó él mismo nuestros pecados
en su cuerpo sobre el madero... y por cuya herida fuisteis sanados. 1 Pedro 2:21-22, 24
Desde la
desobediencia de nuestros primeros padres, los hombres sufren en su cuerpo, en
su alma y su espíritu. Entonces surge la pregunta: ¿Por qué Dios permite el
sufrimiento, si es un Dios de bondad?
¿Nos damos cuenta
de la gravedad de lo que el hombre hizo al crucificar a aquel que Dios envió,
su propio Hijo, quien vino para mostrarnos el amor divino? Sufrimos las
terribles consecuencias de nuestra desobediencia y de ese rechazo: injusticia,
violencia, tristeza, desesperación. Dios también permite el sufrimiento para
atraer nuestra mirada hacia él.
En la tierra
Jesucristo sufrió con una intensidad sin igual, pues Él conocía todos los
corazones y veía en ellos la mancha del pecado, el orgullo, el odio... “En
pago de mi amor me han sido adversarios” (Salmo 109:4). Él, que quería
iluminar el camino de los hombres, estuvo solo, clavado en una cruz para expiar
nuestros pecados. Él, que era la Vida, se dio en sacrificio. Jesucristo soportó
el rechazo, la incomprensión, la pretensión de los suyos y los sufrimientos de
la crucifixión. ¡Sufrió todo por nosotros! ¡Él nos amaba y venía a salvarnos!
Él, el justo, padeció una vez por los pecados, en lugar de los injustos;
experimentó el abandono de Dios, el enorme peso de nuestros pecados.
¡Sufrimientos infinitos!
El que cree en él nunca
tendrá que pasar por los sufrimientos que nuestros pecados merecieron. Podrá
conocer a Dios como un Padre lleno de amor, y no como el Juez.
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